lunes, 16 de agosto de 2010

Ven aquí (Hilario Camacho)



No creo en la división de la música por estilos ni culturas.
No creo en la lucha generacional,
en la parcelación de la ciudad por tribus
ni en la organización del tiempo en décadas.
Creo en la integración de todas las razas y sonidos.
Creo aquí y ahora en lo que soy y en lo que siento…
(
De la dedicatoria escrita por Hilario Camacho, en su C.D. En concierto - 1997)



Hoy se cumplen dos años de la desaparición física de Hilario Camacho. No hay nada que hacer (como dice el título de una de las últimas canciones del músico) al respecto. Sin embargo, Hilario es una figura que permanecerá entre nosotros por mucho tiempo; en el caso de los que tuvimos el placer de escucharle desde sus comienzos, para toda la vida.

Aquel chamberilero nacido en 1948 construyó, en colaboración con destacados letristas y músicos de su tiempo, una obra musical que se inició con canciones inspiradas en los versos de Nicolás Guillén. Siempre le gustó la poesía y su creatividad musical también puso melodías a Machado y Blas de Otero. Eran años de Universidad, duros años en el que la dictadura franquista intentaba sofocar las incipientes protestas en contra del fascismo; Camacho, como tantos otros artistas, se sumó a la lucha en contra del régimen y participó en el grupo Canción del Pueblo. El cantautor siempre se definió como anarco. Todo esto ya es historia, al igual que los vinilos que Hilario publicó de la mano de Gonzalo García-Pelayo —fundador, en 1974, del sello discográfico Gong—, quien produjo cerca de doscientos a grupos y cantantes como Triana, Quilapayún, Víctor Jara, Silvio Rodríguez, Pablo Milanés o Labordeta. La historia puede ser una asignatura, un recuerdo personal, o una frase hecha; Óscar Wilde decía que tenemos el deber de rescribirla, con lo cual coincido. De alguna manera, este homenaje a Camacho es eso: rememorar los sucesos que viví hace años, recordar las canciones que escuché de él y volver a sentir lo que pudieron inspirarme en su momento.

Algo parecido debí pensar cuando, hace algunas semanas, se me ocurrió repetir un viaje que realicé junto a unos amigos, allá por 1973. Se trataba de hacer de nuevo, lo más exactamente posible, el camino que realizamos desde Madrid a Asturias, pasando por Santiago de Compostela. Aquella excursión tenía un motivo concreto, que no viene al caso, pero nosotros dejamos que nos inspirara el aspecto lúdico del viaje. Todavía no había aparecido De paso, pero seguro que habría encontrado un lugar junto con las dos únicas cintas de casete que llevábamos entonces: el Té para los Tillerman, de Cat Stevens, y una compilación de canciones de Melanie Safka; Hilario escribió después sobre aquel vinilo definiéndolo como «Hachís, música, sexo, empezando a experimentar con L.S.D. Buenos músicos, imaginación [...] ambientes medievales y oníricos mezclados con la electricidad a la búsqueda del éxtasis del amor físico...». Pongan ustedes el orden que deseen en la anterior relación, conforme a sus apetencias, pero podemos convenir en que los géneros que nos gustaban a nosotros eran de parecida sensibilidad al que interpretaba el cantautor madrileño.

El primer viaje, el que ahora íbamos a repetir, no consiguió realizar el encargo que lo motivó. Cosas de los tiempos que corrían. Ahora, con nuestra segunda salida, había alguna posibilidad de que su objetivo no se cumpliera, al menos eso me cantaban o decían: a los sitios en donde fuiste feliz no hay que volver; las cosas organizadas nunca dan buen resultado; hay que improvisar... etc., pero seguimos adelante y una mañana muy temprano partimos, 37 años después…

Rescribir la historia… O seguir haciéndola, vivir un viaje sin intentar replicar el anterior. Recordar quiénes fuimos, pero sabiendo quiénes éramos ahora (bastantes canas y algunas arrugas después). Paramos a tomar un café y liar unos cigarrillos, después de unos cuantos kilómetros; charlamos y fumamos contemplando el solano que comenzaba a planear sobre el campo de Castilla. Cuando regresamos al coche le dije a mi buena amiga M.A.:
—Además de Cat Stevens y Melanie, he traído una sorpresa —sonó Cuerpo de ola y ella me miró sorprendida y agradecida al tiempo.
—¡Hilario Camacho!

Luego, escuchando la música, pensamos en las máscaras adultas criadas a fuerza de años que dictan —inclementes— una falsa seguridad; recordamos el dulzor del rocío en las noches; nos cegó de nuevo el sol de invierno cuya luz ilumina cuando se ama; cerramos bares sin dueño donde buscamos atar lo invisible y nos despistamos después con una resaca infernal…

Lo difícil no es empezar un viaje, sino terminarlo como a ti te parezca. El rey del mundo abdicó y comprendió que el final está a tres palmos del amanecer en Madrid, cuando te invade cierta tristeza de amor —el amor no tiene dueño— y susurras «ven aquí».

Suena la música en el coche; hablamos; casi seguro que habríamos coincidido con Hilario cuando dijo sobre aquella canción/cobijo que «En aquellos días [1972] la amistad era más importante que el amor erótico. Músicos, pintores, actores, amantes del arte y la contracultura, todos juntos y revueltos. Lo importante era comunicarse, estar juntos, tener alguien en quien apoyarse y contarle tus penas y alegrías...».

No importa la partida ni el regreso. Lo que merece la pena es vivir el camino.

Te lo debíamos, Hilario.

___________________
- El disco que se cita en el texto es Hilario Camacho, en concierto (Warner; 1997). Junto con Camacho participaron en el concierto los músicos Sergio Castillo; Paco Bastante; Tato Icasto; John Parsons; José A. Romero; Cristina Narea; Adel Hakki; Juan Moya; Bernardo Parrilla y Antonio Serrano.
- La foto de cabecera es un detalle del libreto del C.D. Una mirada diferente; fue realizada por Ignacio Evangelista.






AUDIO: No cambies por nada (Del disco Una mirada diferente; Hilario Camacho; 2006)

jueves, 31 de diciembre de 2009

Labordeta

Carta a Lucinio



Hoy estoy a punto de despedir el año 2009: quedan un día y algunas horas para ello. Espero a mi hijo que vendrá a tomar el aperitivo conmigo. Acabo de llegar al bar sorteando un tiempo lluvioso, infernal para muchos. Me siento en la barra. La tele informa de inundaciones, de pantanos que tienen que desembalsarse debido al volumen del agua que contienen.

Llega alguien a tomar algo y cambiamos varios comentarios. El hecho de que se esté aliviando agua de los embalses y de que ello produzca problemas valle abajo me mueve a afirmar que la parte buena de este desastre es el agua de que dispondrán, durante el próximo verano, muchos pueblos y ciudades. El recién llegado afirma entonces:
—Los pantanos son una de las grandes obras de Franco, ahora no se hace nada y España está en la ruina.
—Perdone usted —le replico—, de gran obra nada…
—¿Cómo dice…? —me replica, algo alterado.
—Hoy en día sabemos que muchas de aquellas obras se podrían haber evitado —respondo—. Seguramente usted sabe que se destruyeron pueblos, que mucha gente tuvo que emigrar de ellos y que el medio ambiente quedó dañado en amplias zonas, quizá le pueda poner un ejemplo…
—¿Riaño…? —me respondió indeciso, viéndola venir.
—Por ejemplo… —le contesté.
No quiero contar la discusión que siguió a continuación, quizá pueda tener algo de importancia para el lector, pero aquí quiero terminar con ella. No viene al caso, en este comentario, el debate sobre las grandes obras del dictador Franco y cómo las hizo, y las opiniones que uno y otro vertimos al respecto. Lo que me importa —tal vez pueda pensar el lector que es egoísta por mi parte—, es que una hora después me acordé de una canción de José Antonio Labordeta, el genial cantautor nacido en Zaragoza, titulada Carta a Lucinio; pensé que, a lo mejor, si hubiese citado la letra de la misma otro hubiese sido el tenor de la conversación. Ingenuidad por mi parte, sin duda, pues las obras de Franco están, para algunos, muy por encima de la crítica que —más o menos inmisericorde— nos sirve la historia.

Pero me acordé de la canción.

Sigue lloviendo sobre España y se llenan muchos de los pantanos que se hicieron por aquel entonces. La recia voz de Labordeta, con su tono de jota solidaria en donde se pierde a veces alguna palabra, inunda el salón en la sobremesa.
—Esta canción hay que escucharla despacio, tiene un ritmo de otros tiempos —le digo a mi hijo.
Carta a Lucinio, me vuelve a emocionar, nos emociona. Es un poema desgarrado desde el que llega el culto laico a los ancestros. Es la voz de los que, sin tener nada, nada tuvieron y vieron cómo les quitaron la tierra con el pago de un cheque de silencio. En esta canción, campanarios y cuadras, casas y cobertizos, senderos y eras, desaparecen bajo las aguas que, un día y en contra de su voluntad, inundaron los campos que amaron —y sufrieron— muchas generaciones. Es, también, un poema profundamente ecológico en donde ésta preocupación no aparece de forma impostada: no hace falta, sabemos que los que yacen bajo el peso de miles de litros de agua amaban y defendían a su tierra.




Escuchando a José Antonio Labordeta pienso que, quizá, es la mejor manera de despedir el 2009. Ahora, después de tantos años, recuerdo también las veces que le he visto y una que hablé con él:
—José Antonio, tengo tus vinilos.
—¡Ah!, pues yo no tengo casi ninguno de ellos. Sólo las grabaciones en MP3… —me contestó, después de dedicarme uno de sus libros, en Madrid.
Mas hablaba de despedir el año, que a veces me voy por las subordinadas... Ahora que se va el viejo 2009, escucho al zaragozano y, desde el túnel del tiempo, se me ocurre proponer que nunca dejemos que nos sepulten bajo toneladas de lo que sea, que nunca tengamos que esperar a la sequía para ver «la tumba de madre». Para conseguir que nos respeten y para que podamos sentirnos orgullosos de nosotros mismos y de nuestros recuerdos. Para que no se nos ocurra escribir: «Y al fin tras tantas horas/ nada tuvimos».

A veces, cuando me calzo la farfusa me confunden con Labordeta. Es un honor para mí. Quizá debería decir, en estos casos, que sí, que yo soy él y contarles todo lo que siento sobre «mis canciones», para que nunca olviden, egoísta que soy, la carta a Lucinio y la seca, austera y árida entonación de la voz de un poeta y cantor que escribió una de las canciones más bellas que he escuchado en mi vida.

LETRA DE LA CANCIÓN:

Desde las tierras altas
ahora he venido
a parar en el llano
de polvo y ruido.
No sé quién me ha empujado
ni me ha traído
acuérdate Lucinio
este verano
cuando el pantano baje
ir al collado.
Y en la tumba de madre
ponle un recado.

También piensa en Vicente
y en Indalecio,
que bajo tanta roca
quedaron yertos.
Por aquí veo a sus viudas
con sus aprietos.

Escúpele al pantano
y a quien lo hizo
que nos quitó la tierra
casa y panizo.
Y al fin tras tantas horas
nada tuvimos.

De todo lo que daban
nada nos dieron.
Trabajo para los hombres
aquí lo hicieron.
A todas horas ruido,
sofoco y miedo.

Algunas veces pienso
ir al pantano
y cuando esté bien lleno
tirarme dentro
y hundirme a estar contigo
como hace tiempo.

________
Letra y música: José Antonio Labordeta (1975).
(Violoncelo: Eduardo Gattinonni / Contrabajo: Manolo Rosa / Guitarra y percusión: Alberto Gambino / Grabado en los Estudios Kirios en marzo de 1975).
Fotografía carátula: Pepe Rebollo.
Fue una publicación de Movieplay (Serie Gong) – Madrid.


AUDIO:



martes, 1 de diciembre de 2009



Un hombre de larga melena rubia,
rodeado de teclados


Pensando en que hace bastante tiempo que no voy al cine, me sorprendo reflexionando sobre los álbumes conceptuales. Me explico antes de proseguir: cuando digo ‘álbumes conceptuales’ no me estoy refiriendo a que contengan una grabación de música conceptual (no sé si ustedes han escuchado a Erik Satie), no, hablo de las obras musicales que parten de una historia completa cuya música, canciones y/o narraciones se escriben expresamente para la misma. Curioso viaje, me digo, el que me ha llevado desde mi falta de interés por el cine en estos últimos tiempos (tengo que pensar por qué), hasta la citada clasificación de obras musicales. El caso es que después de dar unos cuantos tumbos por las carreteras comarcales de los recuerdos, me veo saliendo del cine después de ver Tommy (del siempre exagerado director Ken Russell), la adaptación de la ópera rock de The Who. Estamos —estoy— en 1975. Calle Martínez Campos, barrio de Chamberí, de Madrid, frente al Cine Amaya.
—No me ha gustado… El rock no es eso —le digo a la amiga que me acompaña.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te creías entonces que era el rock…? —me responde ella riendo.

Eso, medito ahora, ¿qué pensaba yo entonces sobre el rock? Recuerdo que contesté a mi amiga con divagaciones sobre el carácter revolucionario de esta música, el poder de convocatoria que tenía, la capacidad de transformar a la gente y otras lecturas «profundas» de un fenómeno musical que según ella, para mi escándalo intelectual, llegaría como mucho a cambiar alguna forma pero nada del fondo. Cuestión de significante y significado. Yo había escuchado demasiado blues y jazz. Mi amiga sabía de semiótica mucho más que yo.

No existe comparación, me parece, entre escuchar a The Who y ver la adaptación de su obra al cine, es mucho mejor lo primero (aunque merezca la pena ver en la película a Tina Turner como la Reina Ácida) si tenemos en cuenta, además, el parvo conocimiento que por lo general se tenía del inglés; los mod’s, en mi opinión, no salieron bien parados de la película.

Antes de que The Who publicaran la que se considera la primera ópera rock —a mi entender Tommy (1969) es un álbum que podríamos clasificar como conceptual—, The Beatles habían dado el campanazo, en 1966, con un disco singular: Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band que no partía de una historia concreta, pero cuyas canciones formaban un ciclo inspirado en el mismo tema. A partir de este vinilo, los álbumes conceptuales proliferaron: cualquier grupo que se preciara tenía que grabar el suyo.

De la pléyade de publicaciones de obras de este tipo me viene a la cabeza con insistencia una de las obras que podríamos escribir con mayúsculas: Journey to the Centre of the Earth, del teclista ingles Rick Wakeman, quien había grabado con el grupo Yes otros dos LP’s conceptuales (Close to the Edge; 1972 y Tales from Topographic Oceans; 1973) y un tercero en solitario, The Six Wives of Henry VIII (1973), después de que abandonó el citado conjunto. Las seis esposas de Enrique VIII tuvo un éxito espectacular en aquel entonces. Un año después, Wakeman graba en directo Viaje al centro de la tierra, el 18 de enero de 1974, en el Royal Festival Hall, de Londres. El LP tiene un éxito fulminante y, al parecer, es el disco de este tipo de música (rock progresivo conceptual, o rock sinfónico) que más ejemplares ha vendido en el mundo hasta la fecha.

Para la adaptación de la novela de Julio Verne, Wakeman utilizó numerosos teclados con los que se rodeaba casi por completo; lucía, por aquel entonces, una larga y cuidada melena rubia y vestía con una capa blanca incrustada de pedrería en los hombros, que acentuaba un aspecto místico que contrastaba con el de los componentes del grupo rock que le acompañaba en los conciertos. David Hemmings —el actor que interpretó al fotógrafo de Blow Up, la película de Michelangelo Antonioni— actuó de narrador y The London Symphony Orchestra y The English Chamber Choir redondearon el fantástico grupo de artistas que el teclista supo reunir a su alrededor para el evento.

Por seguir el hilo, habría que decir en este momento que no existe comparación entre leer a Verne y escuchar la composición de Rick Wakeman: Cierto, pero la música que él escribió para narrar la aventura del mundo subterráneo que imaginó el novelista francés, también hay que mencionarlo, no se llevó al cine. Es imprevisible el destrozo que se podría haber cometido con la lectura musical que Wakeman, por entonces inmerso en serios problemas con el alcohol, hizo de la aventura que transcurre en las entrañas de la Tierra, trasladando el mundo perdido del novelista a un intricado universo personal —o viceversa— carente de imágenes en que poderse soportar.

Una de las glorias de la música —y tiene muchas— es que puede generar imágenes muy potentes en el que escucha. Traducir dichas imágenes interiores a un plano «objetivo» conlleva un elevado riesgo de desposeer al original de su atractivo, de su capacidad de despertar significados que, de otra manera, no habrían aparecido. Supongo que Rick Wakeman no era consciente de esto, pero sí fue capaz de montar un espectáculo en donde el protagonista era el propio público a quien, además, se le implicó con unas pinceladas escénicas parecidas a las que después utilizó el grupo Pink Floyd con maestría indiscutible.

Wakeman plantea en este disco un oscuro viaje interior, tan tenebroso como las propias galerías que recorren los personajes de la historia de Verne y tan excitante como el sentido último de la aventura que depara momentos exultantes de descubrimiento, de violencia, de triunfo y de placidez, que tiene sentido en sí misma. En el «centro de la tierra» del teclista hay un mundo interior por descubrir —del que se tienen pocas pistas— y ese viaje se narra sólo con la especial habilidad de sus dedos sobre el teclado, mientras cierra los ojos. La impecable narración de Hemmings y las canciones cantadas por Garry Picford-Hopkins y Ashley Holt (cuyas letras pueden resultar cursis en algún momento) parecen una «anécdota» más dentro de la parafernalia ideada para conseguir que la música sea la historia principal. Entre el significante y el significado hay mucho trecho, seguro que más que la distancia que hay que recorrer para llegar al centro de la tierra…

De todo esto no hablamos mi amiga y yo aquella noche frente al Cine Amaya. A Rael aún no le habían afeitado el corazón y el cordero no dormía sobre Broadway, pero es probable que presintiéramos que Peter Gabriel escribiría muy pronto que «La salamandra se escurre hacia las llamas para ser destruida/ Criaturas imaginarias que al nacer son capturadas en celuloide...», en otro viaje subterráneo condenado a abrasarse en la lava que hierve en el centro de la Tierra y que nadie pudo aprisionar en una pantalla.

VÍDEOS:
Journey to the Centre of the Earth





Parte 2 / Parte 3 / Parte 4 / Parte 5 (final)

- Artículo publicado originalmente en la Revista Almiar
- Imagen: Detalle de la carpeta del vinilo original Journey to the Centre of the Earth (Rick Wakeman; 1974).

lunes, 2 de noviembre de 2009


La alegría del campo abierto


Miles Davis dijo de la forma de tocar de John McLaughlin que era lejana y a la vez interior (‘far in’). Quizá esta definición sea acertada para expresar lo que se siente al escuchar Open Country Joy. Parece imposible que, en apenas cuatro minutos, se puedan contar tantas cosas y producir tan elevado número de sensaciones en quien la escucha. En Open Country Joy, McLaughlin construye una refinada pieza musical que invita a un complejo viaje: de un lado, la visión alegre, reposada, meditativa, del paisaje, que percibimos acogedor, casi idílico (¿tal vez la campiña inglesa?), a través del espléndido violín de Jerry Goodman (que había sido líder del grupo The Flock); del otro, las dolorosas controversias que subyacen en todo ser humano incluso cuando se supone que ha alcanzado cierta capacidad de «ver» hasta el horizonte (y algo más allá), representadas por la acerada música de la guitarra de doble mástil de McLaughlin, el impecable bajo de Rick Laird y la batería de Billy Cobham. La composición, no obstante, regresa después de la azarosa polémica que plantea, en la parte central de la misma, a la tranquilidad y alegría de los primeros compases —como mandan los cánones del jazz— para terminar con un final redondo, pleno de equilibrio. Todavía hay esperanza, parece decirnos la melodía…

John McLaughlin, uno de los guitarristas más virtuosos que ha tenido el rock (perdón, digo esto por «encasillarle» en algún género) nació en Doncaster (Inglaterra), en 1942. Hijo de una familia de músicos, su madre era concertista de violín y él mismo estudió dicho instrumento. Tocó con todos los grandes: Miles Davis (con quien grabó el legendario In A Silent Way); Carlos Santana; Jean-Luc Ponty (violinista que había tocado con Frank Zappa & The Mothers Of Invention); Brian Auger y un largo etcétera que incluye a Miroslav Vitous, Larry Coryell, Joe Farrell, Wayne Shorter y The Rolling Stones, además de Paco de Lucía y Al Di Meola, con quienes formó el Guitar Trio.

El sincretismo define la obra de este músico pionero del jazz fussion (o jazz rock), quien incluyó en sus canciones géneros como el blues, el rock, el jazz, el country, el flamenco, e, incluso, la música hindú: McLaughlin fue discípulo del gurú Sri Chinmoy quien le llamó Mahavishnu; este nombre serviría para bautizar la banda que le dio la fama: The Mahavishnu Orchestra.

La Mahavishnu produjo tres discos antes de su desaparición: The Inner Mounting Flame (1971); Birds of Fire (1973), en el que se incluía la canción que nos ocupa, y Between Nothingness and Eternity, uno de los discos en directo más potentes que se han publicado. Después de estas tres obras el grupo se disolvió, volviendo a reaparecer entre 1974 y 1975. Open Country Joy aparece, pues, en el mejor momento de la Mahavishnu.

La música, sin duda, tiene un punto de encuentro excepcional con la literatura (y viceversa) y, en 2007, escribí un relato (El río petrificado) en donde un abuelo piensa: «Hubo un momento en que así, con el sombrero en la mano, el pañuelo sobre el pelo blanco y ralo, la mirada del hombre se extravió en el horizonte; él le dijo al niño, en una ocasión, que eso nadie se lo podría quitar, que la alegría del campo abierto era patrimonio de todos los hombres». Después de tantos años recordé el título de aquella canción de la Mahavishnu para definir el horizonte que el hombre veía, supongo que sólo unos pocos se darían cuenta de ello…

No sé si hoy en día Open Country Joy podría volver a escribirse de la misma forma. No sé si ahora podría ofrecerse un debate tan pleno y complejo como el que ella plantea y un tan plácido final; posiblemente acabaría con un desolador solo de guitarra: hay tanta ansiedad en la sociedad actual que sería el mejor final para ella.

Hemos destrozado tantas cosas…

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Fotografía: Detalle de la portada del LP The Best of The Mahavishnu Orchestra (1980). Foto por: David Gahr.


AUDIO:


domingo, 25 de octubre de 2009



«Cantares» (para un cumpleaños)

Año 1994. Estamos, de sobremesa, en una fresca bodega en la que duermen pequeñas barricas de güisqui casero, vino que se ha convertido en coñá por la fuerza de los años, y aceites y vinagres preñados de ajo, albahaca, tomillo y otras hierbas, óleos que perfuman los platos que sólo mi amigo sabe preparar.

He venido desde Madrid hasta esta sierra olorosa colonizada de pantanos para verle. Y para comer juntos un cocido madrileño hecho al fuego de leña de roble, en perola de barro, sin prisa. El jardín de la casa huele a brasas, a tocino extremeño, a pueblo que se fue.

La bodega tiene una amplia mesa de madera barnizada sobre la que yacen los platos vacíos, después de la comida. Nuestros hijos juegan en la piscina del jardín.

Año 2009. Hoy es mi cumpleaños. Y también hemos comido cocido madrileño. Recuerdo en la sobremesa a mi amiga Herminia que siempre lloraba al terminar de comer porque pensaba en los muchos que no tenían ese derecho. Herminia, amiga, cómo te quiero también en esta evocación, tú me enseñaste a recordar que podemos tener, pero que esa posesión es eventual y que siempre debe estar a disposición de todos, porque un hombre sin los demás no es nada.

Año 1994. Hay un plato de música en la bodega. Mi amigo y yo hablamos. Él no piensa como yo; yo no pienso como él en determinados temas. Él es individualista, luchador por sí mismo, desconfiado de los grupos. Amante del trabajo personal. Receloso de los cambios idealistas. Pero le quiero, porque sé que él sólo espera una señal que anuncie el nuevo día para dar de sí lo que muchos otros —profesionales de la revolución— no serían capaces de dar.

Hacía falta un disco en este momento… No sé si estamos borrachos o había que estarlo un poco más. Suena Cantares, interpretado por Joan Manuel Serrat, y los versos de Machado, Don Antonio, nos abrazan en la tarde calurosa de pinos y chapoteos en la cercana piscina, de barricas y botellas que nos rodean, de arañas que tejen con paciencia sus hilos sobre el vidrio de los sueños imposibles.

Año 2009. ¿Cuántos años cumplo? Seguro que me voy acercando al límite. Sin duda es motivo de alegría. ¿Y mi amiga Herminia que lloraba por los que no nunca tendrán de qué comer…? ¿Y los versos de Machado? ¿Y la música sonando en aquella tarde placentera, con mi amigo que no pensaba como yo…? Todo se ha perdido en el misterio del tiempo; aquella sierra que enmarcaba al chalet de mi amigo se extravió, es probable, en vericuetos irrecuperables. ¿Amigos, dónde estáis ahora…?

Año 1994. Mi amigo y yo nos miramos… Me emociona el disco que ha puesto en el plato. Le digo que yo tenía el vinilo y que alguien se lo llevó. Escuchamos La saeta, Españolito y Parábola. La tarde cae y los sueños se tornan sustanciales alrededor de la magia de la música. No hay conjuro alguno en lo que escuchamos —porque Serrat y Machado (Don Antonio) no tienen la culpa; tampoco el licor con sabor a roble—, son la noche presentida y el dolor de que el futuro no se preste a deparar, injustamente, un momento igual al que hace volar esta ilusión los que inspiran el requiebro de las palabras que parecen perderse entre las columnas de la bodega, el silencio atento de un par de seres ante la belleza de una esperanza ahora compartida.
Él se levanta después de la audición, coge el vinilo, lo guarda en la funda y escribe después en el encarte. Luego, me lo regala:

«A mi amigo. Recuerda el momento,
el punto de encuentro. (26.11.1994)».

Año 2009. Escucho de nuevo CantaresSerá por algo» —puede decir alguien). Puede que sea por el cocido. Quizá. No sé, recordamos de forma selectiva, lo importante nunca se olvida.

Hay un punto de encuentro, mi querido amigo. A lo mejor es el verso que dice «todo pasa y todo queda». La música de aquel vinilo —que guardo como una joya— nos habló del sueño que no cesa, de la singularidad de un momento que, seguramente, no tiene importancia para alguien ajeno. Excepto para ti y para mí, que ahora te recuerdo en esta tarde en la que soy más viejo, por fortuna. Lo demás seguramente no importa a nadie… salvo, quizá, a la música de este vinilo que ahora rueda en mi tocadiscos y me habla de mundos sutiles, de sendas que nunca volveremos a pisar, de un poeta que grita el golpe a golpe y el verso a verso. Salvo, quizá, a mi amiga Herminia, que, hoy todavía, puede seguir llorando en las comidas porque otros no tienen qué comer…

Ya sé que de nada nos sirve rezar. Que los caminos siguen trenzados de espinos. Y que nunca volveremos atrás, cuando éramos jóvenes y bellos. Pero, en este día de cumpleaños me siento feliz: me regalaste hace años, tras comer contigo un cocido madrileño, la esperanza de que es posible hacer caminos andando sobre la mar…

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- Para Manuel Soler y Herminia Bevia, dos amigos del alma.
- Joan Manuel Serrat publicó en 1969 un disco titulado Dedicado a Antonio Machado – Poeta, sobre el que nadie duda ahora (incluyendo al autor de este artículo) que es una obra maestra de la música española de cantautor. Vaya mi agradecimiento a Serrat y a todos los que contribuyeron a divulgar la poesía (que buena falta le sigue haciendo).
- Fotografía: Detalle del encarte del vinilo original, por Teodosio y Martínez Parra.


AUDIO:



VÍDEO:

lunes, 19 de octubre de 2009




«Whiskey in the jar»



Allá por el ’73, es decir en el siglo pasado (suene esto último como suene…) una canción tradicional irlandesa titulada Whiskey in the jar llegó a los primeros puestos de las listas de ventas en el mundo de la mano de Thin Lizzy, un grupo de rock fundado unos cuatro años antes en la ciudad de Dublín, por Phil Lynott, Eric Bell y Brian Downey.


Lynott, el cantante y bajista de la banda es el más conocido de todos los integrantes de Thin Lizzy. Nació en 1949 y era hijo de una irlandesa llamada Philomena (de quien tomó el apellido) y de un brasileño que se dio una vuelta por Europa, dejó embarazada a la mujer y luego se volvió a su país. Admirador de Jimi Hendrix, su imagen recordaba mucho a la del guitarrista americano y, como él, murió de una sobredosis. En 1980, seis años antes de su muerte, se casó y tuvo dos hijas. Lynott escribió numerosas canciones y tuvo también una trayectoria musical en solitario que le permitió colaborar con Mark Knopfler o Gary Moore y escribir, por ejemplo, la canción Old Town que luego hizo famosa el grupo The Corrs. En España, Los Suaves le dedicaron una canción en 1987 (¿Sabes? ¡Phil Lynott murió!):


«En un día de noche negra
tocó su canción del adiós.
El libro del tiempo se cierra.
¿Sabes? ¡Phil Lynott murió!»


A finales de los ’70, solíamos escuchar en el Rowland —uno de los pub insignia de la buena música en Madrid— la canción de Thin Lizzy. Como los recuerdos, los buenos se entiende, nunca se cansan, años después se me ocurrió leer a fondo la traducción de la letra: no soy distinto a los demás, he tarareado cientos de canciones sin saber lo que decían… La lectura del romance de Molly con el protagonista de la historia tuvo la virtud de retrotraerme a la espléndida música de aquel pub (y a los no menos estupendos gin tonic que preparaban allí) y se me ocurrió escribir algo…

Así, me puse a la tarea y salió un relato que titulé Il cavaliere, pero el título no viene a colación en este momento. Lynott, el güisqui en la jarra y la letra de la canción inspiraron unos párrafos en el texto que me huelen a noches de amigos y de música que volaba entre el humo de los cigarrillos:

«… Le cuento a Romina la historia que relata Whiskey in the jar, cómo aquel hombre de la canción se encuentra con el Capitán Farrell cuando andaba por las montañas de Cork y Kerry. Al ver al Capitán contando su dinero sacó primero la pistola y luego el estoque y le dijo: “Si ofreces resistencia, el diablo te llevará”; luego le robó todo el dinero y se fue a casa, con Molly, en donde el Capitán le encontrará al amanecer.

Me extiendo en los detalles de cómo podría haber sido la llegada de él a casa, borracho y cansado, para acostarse con Molly. Le describo a Romina los cabellos bermejos de la irlandesa, el dinero sobre la mesa, el brillo del cañón de la pistola junto a las monedas, el
whiskey en la jarra y la pelirroja que ríe, sensual. Voy acercándome al oído de Romina. Le cuento la traición de la mujer cuando le humedece la pólvora y el Capitán Farrell prende al hombre, al amanecer, y le encadenan pues a algunos les gusta pescar, a otros la caza, a algunos más oír el estruendo de los cañones, pero a él sólo le gusta dormir con Molly quien le engaña a pesar de haberle jurado que le amaba y que nunca lo dejaría. Después del tercer solo de guitarra, le susurro cómo él se arrepiente de haber ido a la alcoba de Molly y, encadenado a una bola de hierro, recuerda a la mujer y la manda al diablo. El pelo de Romina me acaricia los labios y siento la suavidad de la piel de su cuello...».

Releo ahora mi humilde relato y recuerdo que a Phil Lynott le erigieron una estatua de bronce (a tamaño real) en Dublín, en el año 2005. Pocos cantantes y músicos de rock han tenido este honor. Él, se lo merece.

______________
- Fotografía de la estatua de Phil Lynott (publicada en Wikipedia) por Free Software Foundation (GNU Free Documentation License).
- Relato de Pedro M. Martínez publicado en Calidoscopio panfletoculturheterogéneo (Panfleto de febrero 2008).








domingo, 27 de septiembre de 2009

«My Way»


Recuerdo que era una tarde cualquiera. Y ahora ustedes podrían preguntar, con toda la razón del mundo: «¿Qué es una tarde cualquiera?», todas las tardes son «cualquiera» si nos atenemos a la oración anterior. Las tardes, como las mañanas o las noches, se suceden como consecuencia de la rotación de la Tierra sobre su eje mientras gira alrededor del Sol. Visto así, el comienzo de este texto es una chapuza (es probable que la continuación también, pero eso conviene que no sea yo quien lo diga).

Otra cosa es que hubiera desarrollado más la frase, que hubiera especificado por qué era una tarde cualquiera para mí.

Cuando decimos que una tarde es «cualquiera» convenimos, por lo general, en que fue un lapso de tiempo en el que no pasó nada —o nasti, para decirlo en castizo—, una tarde que desapareció del recuerdo sin dejar rastro de lo visto u oído, del tiempo que hacía, de lo que se pensaba hacer por la noche o a la mañana siguiente, de cómo se presentía el futuro (el inmediato o bien el a más largo plazo, en cuyo caso se podría hablar de sueños)… En cambio, cuando pasa algo que por alguna razón nos conmueve, recordamos con bastante precisión cuándo y dónde ocurrió, la tarde o, mejor dicho, el momento especial que vivimos aquella tarde (o noche, o mañana) adquiere presencia para toda la vida. Pienso que así funcionan los recuerdos, que cuando no pasa nasti esos momentos vividos se olvidan para siempre, podríamos decir que mueren sin lograr perpetuarse, y, por el contrario, cuando ocurre un hecho que para nosotros sí es importante lo retenemos para siempre en la memoria. Hasta la enfermedad de Alzheimer parece respetar este mecanismo y sólo actúa sobre los sucesos vividos de forma más inmediata, respetando, por razones que aún no se saben, aquellos que acaecieron muchos años atrás y dejaron su huella (indeleble, al parecer) en la mente del enfermo.

Esta digresión que antecede, es probable que innecesaria, tiene que ver con la canción My Way, una pieza clásica del siglo pasado que dio perenne fama a Frank Sinatra: hoy muchos jurarían que la escribió él, son cosas de la gloria. La letra de My Way, sin embargo, la escribió Fred Brott y fue adaptada por Paul Anka quien, a su vez, tomó la música de la canción francesa Comme d'habitude, escrita por Claude François y Jacques Revaux, con letra en francés de Claude François y Gilles Thibaut la cual se perdió en este intrincado camino. Conclusión, preguntamos a alguien: ¿Quién es el autor de la famosa canción My Way?, es evidente que nadie se sabe de memoria el anterior galimatías y, como máximo, responderá que Anka (eso si no dice que fue Elvis Presley, quien también la cantó).

Escribir una canción sobre toda una vida es, debe ser, muy complicado, si la misma se refiere a una persona en concreto. ¿Qué partes de una vida se recuerdan como importantes? ¿Qué otras partes se habrán olvidado? La vida que se pretenda cantar no puede ser una vida cualquiera… Sin embargo, al autor le queda el recurso del arquetipo; My Way es un ejemplo, a mi entender, de ello: en sus estrofas late el ideal de la libertad individual y el romanticismo (entiéndase éste como la capacidad de enlazar de forma poética los recuerdos) que todos los seres humanos llevamos dentro en menor o mayor cantidad. Los versos de My Way elevan los recuerdos a categorías en donde todos podemos, de una u otra forma, vernos representados. Las estrofas que escribiera Brott siguen explicando, de forma poderosa, que es posible acertar y errar y, ante la muerte; tener la potestad de decir:

«Pues ¿qué es un hombre?, ¿qué es lo que ha conseguido?
Si no es a sí mismo, entonces no tiene nada.
Decir las cosas que realmente siente.
Y no las palabras de alguien que se arrodilla.
Mi historia muestra que asumí los golpes.
Y lo hice a mi manera.

Sí, fue a mi manera.»


Aquella tarde, pues, era una tarde cualquiera. Y como me aburría fui a escuchar música a casa de un amigo. La puerta de su casa la abrió su madre, a quien le pregunté si estaba él. Me dirigí hacia su habitación y cuando entré en ella vi que él estaba tirando libros por la ventana: El Manifiesto Comunista, de Karl Marx y El capital monopolista, de Paul M. Sweezy, entre otros… Luego, puso un disco de Nina Simone, desde donde escuché por primera vez la versión de My Way en la voz de alto de la cantante norteamericana, y dijo:
—Esto sí que es verdadera cultura popular: es la música para el pueblo del futuro.

Todavía alguna tarde, cuando me parece que se va a convertir en una tarde cualquiera, escucho a Nina Simone…

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