domingo, 25 de octubre de 2009



«Cantares» (para un cumpleaños)

Año 1994. Estamos, de sobremesa, en una fresca bodega en la que duermen pequeñas barricas de güisqui casero, vino que se ha convertido en coñá por la fuerza de los años, y aceites y vinagres preñados de ajo, albahaca, tomillo y otras hierbas, óleos que perfuman los platos que sólo mi amigo sabe preparar.

He venido desde Madrid hasta esta sierra olorosa colonizada de pantanos para verle. Y para comer juntos un cocido madrileño hecho al fuego de leña de roble, en perola de barro, sin prisa. El jardín de la casa huele a brasas, a tocino extremeño, a pueblo que se fue.

La bodega tiene una amplia mesa de madera barnizada sobre la que yacen los platos vacíos, después de la comida. Nuestros hijos juegan en la piscina del jardín.

Año 2009. Hoy es mi cumpleaños. Y también hemos comido cocido madrileño. Recuerdo en la sobremesa a mi amiga Herminia que siempre lloraba al terminar de comer porque pensaba en los muchos que no tenían ese derecho. Herminia, amiga, cómo te quiero también en esta evocación, tú me enseñaste a recordar que podemos tener, pero que esa posesión es eventual y que siempre debe estar a disposición de todos, porque un hombre sin los demás no es nada.

Año 1994. Hay un plato de música en la bodega. Mi amigo y yo hablamos. Él no piensa como yo; yo no pienso como él en determinados temas. Él es individualista, luchador por sí mismo, desconfiado de los grupos. Amante del trabajo personal. Receloso de los cambios idealistas. Pero le quiero, porque sé que él sólo espera una señal que anuncie el nuevo día para dar de sí lo que muchos otros —profesionales de la revolución— no serían capaces de dar.

Hacía falta un disco en este momento… No sé si estamos borrachos o había que estarlo un poco más. Suena Cantares, interpretado por Joan Manuel Serrat, y los versos de Machado, Don Antonio, nos abrazan en la tarde calurosa de pinos y chapoteos en la cercana piscina, de barricas y botellas que nos rodean, de arañas que tejen con paciencia sus hilos sobre el vidrio de los sueños imposibles.

Año 2009. ¿Cuántos años cumplo? Seguro que me voy acercando al límite. Sin duda es motivo de alegría. ¿Y mi amiga Herminia que lloraba por los que no nunca tendrán de qué comer…? ¿Y los versos de Machado? ¿Y la música sonando en aquella tarde placentera, con mi amigo que no pensaba como yo…? Todo se ha perdido en el misterio del tiempo; aquella sierra que enmarcaba al chalet de mi amigo se extravió, es probable, en vericuetos irrecuperables. ¿Amigos, dónde estáis ahora…?

Año 1994. Mi amigo y yo nos miramos… Me emociona el disco que ha puesto en el plato. Le digo que yo tenía el vinilo y que alguien se lo llevó. Escuchamos La saeta, Españolito y Parábola. La tarde cae y los sueños se tornan sustanciales alrededor de la magia de la música. No hay conjuro alguno en lo que escuchamos —porque Serrat y Machado (Don Antonio) no tienen la culpa; tampoco el licor con sabor a roble—, son la noche presentida y el dolor de que el futuro no se preste a deparar, injustamente, un momento igual al que hace volar esta ilusión los que inspiran el requiebro de las palabras que parecen perderse entre las columnas de la bodega, el silencio atento de un par de seres ante la belleza de una esperanza ahora compartida.
Él se levanta después de la audición, coge el vinilo, lo guarda en la funda y escribe después en el encarte. Luego, me lo regala:

«A mi amigo. Recuerda el momento,
el punto de encuentro. (26.11.1994)».

Año 2009. Escucho de nuevo CantaresSerá por algo» —puede decir alguien). Puede que sea por el cocido. Quizá. No sé, recordamos de forma selectiva, lo importante nunca se olvida.

Hay un punto de encuentro, mi querido amigo. A lo mejor es el verso que dice «todo pasa y todo queda». La música de aquel vinilo —que guardo como una joya— nos habló del sueño que no cesa, de la singularidad de un momento que, seguramente, no tiene importancia para alguien ajeno. Excepto para ti y para mí, que ahora te recuerdo en esta tarde en la que soy más viejo, por fortuna. Lo demás seguramente no importa a nadie… salvo, quizá, a la música de este vinilo que ahora rueda en mi tocadiscos y me habla de mundos sutiles, de sendas que nunca volveremos a pisar, de un poeta que grita el golpe a golpe y el verso a verso. Salvo, quizá, a mi amiga Herminia, que, hoy todavía, puede seguir llorando en las comidas porque otros no tienen qué comer…

Ya sé que de nada nos sirve rezar. Que los caminos siguen trenzados de espinos. Y que nunca volveremos atrás, cuando éramos jóvenes y bellos. Pero, en este día de cumpleaños me siento feliz: me regalaste hace años, tras comer contigo un cocido madrileño, la esperanza de que es posible hacer caminos andando sobre la mar…

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- Para Manuel Soler y Herminia Bevia, dos amigos del alma.
- Joan Manuel Serrat publicó en 1969 un disco titulado Dedicado a Antonio Machado – Poeta, sobre el que nadie duda ahora (incluyendo al autor de este artículo) que es una obra maestra de la música española de cantautor. Vaya mi agradecimiento a Serrat y a todos los que contribuyeron a divulgar la poesía (que buena falta le sigue haciendo).
- Fotografía: Detalle del encarte del vinilo original, por Teodosio y Martínez Parra.


AUDIO:



VÍDEO:

lunes, 19 de octubre de 2009




«Whiskey in the jar»



Allá por el ’73, es decir en el siglo pasado (suene esto último como suene…) una canción tradicional irlandesa titulada Whiskey in the jar llegó a los primeros puestos de las listas de ventas en el mundo de la mano de Thin Lizzy, un grupo de rock fundado unos cuatro años antes en la ciudad de Dublín, por Phil Lynott, Eric Bell y Brian Downey.


Lynott, el cantante y bajista de la banda es el más conocido de todos los integrantes de Thin Lizzy. Nació en 1949 y era hijo de una irlandesa llamada Philomena (de quien tomó el apellido) y de un brasileño que se dio una vuelta por Europa, dejó embarazada a la mujer y luego se volvió a su país. Admirador de Jimi Hendrix, su imagen recordaba mucho a la del guitarrista americano y, como él, murió de una sobredosis. En 1980, seis años antes de su muerte, se casó y tuvo dos hijas. Lynott escribió numerosas canciones y tuvo también una trayectoria musical en solitario que le permitió colaborar con Mark Knopfler o Gary Moore y escribir, por ejemplo, la canción Old Town que luego hizo famosa el grupo The Corrs. En España, Los Suaves le dedicaron una canción en 1987 (¿Sabes? ¡Phil Lynott murió!):


«En un día de noche negra
tocó su canción del adiós.
El libro del tiempo se cierra.
¿Sabes? ¡Phil Lynott murió!»


A finales de los ’70, solíamos escuchar en el Rowland —uno de los pub insignia de la buena música en Madrid— la canción de Thin Lizzy. Como los recuerdos, los buenos se entiende, nunca se cansan, años después se me ocurrió leer a fondo la traducción de la letra: no soy distinto a los demás, he tarareado cientos de canciones sin saber lo que decían… La lectura del romance de Molly con el protagonista de la historia tuvo la virtud de retrotraerme a la espléndida música de aquel pub (y a los no menos estupendos gin tonic que preparaban allí) y se me ocurrió escribir algo…

Así, me puse a la tarea y salió un relato que titulé Il cavaliere, pero el título no viene a colación en este momento. Lynott, el güisqui en la jarra y la letra de la canción inspiraron unos párrafos en el texto que me huelen a noches de amigos y de música que volaba entre el humo de los cigarrillos:

«… Le cuento a Romina la historia que relata Whiskey in the jar, cómo aquel hombre de la canción se encuentra con el Capitán Farrell cuando andaba por las montañas de Cork y Kerry. Al ver al Capitán contando su dinero sacó primero la pistola y luego el estoque y le dijo: “Si ofreces resistencia, el diablo te llevará”; luego le robó todo el dinero y se fue a casa, con Molly, en donde el Capitán le encontrará al amanecer.

Me extiendo en los detalles de cómo podría haber sido la llegada de él a casa, borracho y cansado, para acostarse con Molly. Le describo a Romina los cabellos bermejos de la irlandesa, el dinero sobre la mesa, el brillo del cañón de la pistola junto a las monedas, el
whiskey en la jarra y la pelirroja que ríe, sensual. Voy acercándome al oído de Romina. Le cuento la traición de la mujer cuando le humedece la pólvora y el Capitán Farrell prende al hombre, al amanecer, y le encadenan pues a algunos les gusta pescar, a otros la caza, a algunos más oír el estruendo de los cañones, pero a él sólo le gusta dormir con Molly quien le engaña a pesar de haberle jurado que le amaba y que nunca lo dejaría. Después del tercer solo de guitarra, le susurro cómo él se arrepiente de haber ido a la alcoba de Molly y, encadenado a una bola de hierro, recuerda a la mujer y la manda al diablo. El pelo de Romina me acaricia los labios y siento la suavidad de la piel de su cuello...».

Releo ahora mi humilde relato y recuerdo que a Phil Lynott le erigieron una estatua de bronce (a tamaño real) en Dublín, en el año 2005. Pocos cantantes y músicos de rock han tenido este honor. Él, se lo merece.

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- Fotografía de la estatua de Phil Lynott (publicada en Wikipedia) por Free Software Foundation (GNU Free Documentation License).
- Relato de Pedro M. Martínez publicado en Calidoscopio panfletoculturheterogéneo (Panfleto de febrero 2008).